Aún recuerdo las tardes de juego en Bagdad. Ya no era así; hace tiempo que se acabaron los juegos infantiles, las risas y la felicidad en la ciudad de la muerte.
Paseé la mirada por el cuarto, cuantos recuerdos de un tiempo acabado. Crucé la habitación con cuidado de que mis pies no hiciesen ruido sobre el parque. Me acerqué a la ventana y me asomé a la desolada Bagdad. Vivía en una de las zonas mas lujosas de Bagdad. El estridente sonido de una sirena interrumpió mis cavilaciones. Bagdad contuvo el aliento. Oí unos precipitados pasos en el pasillo; en el vano de la puerta apareció la asustada cara de Omar. Papá era el conservador del museo arqueológico de Bagdad, y los meses de salvaje expolio y destrucción habían hecho mella en su rostro. Yo ya sabía el macabro protocolo que nos esperaba.
Aún recuerdo la primera vez que Bagdad oyó las sirenas. Yo me quedé paralizado en el jardín, donde jugaba con mi vecino Hassan. Papá apareció corriendo, me cogió en sus brazos y me llevó al sótano, donde ya estaban reunidos Alí y Fátima, el mayordomo y la cocinera. Las sirenas callaron, y unas espeluznantes explosiones ocuparon su lugar. El suelo temblaba bajo nuestros pies, y los viejos trastos que pendían del techo oscilaban peligrosamente. Asustado, pregunté a Papá que pasaba. Él respiró profundamente y me contestó que eran los ángeles de Alá que venían a saludar a sus fieles. Yo le creí al instante, Papá nunca me mentiría.
Los gritos de Papa me hicieron volver al presente, me apremiaba para que nos fuéramos al sótano.
Yo no entendía porqué los ángeles de Alá seguían destruyendo la ciudad. Le pregunté a Papá. Me dijo que él tampoco lo sabía. Una enorme explosión hizo temblar las paredes del sótano. Sentí mucho miedo. Lo último que recuerdo es la cara de Papá sobre mi; me desmayé.
Me desperté en mi cama. La ciudad volvía a estar silenciosa. Me incorpore, y sentí un tremendo dolor de cabeza. Me acerqué a la ventana y conseguí reunir valor para apartar los blancos visillos. Lo que vi me quedó sin aliento. La casa de Mumhad Al-Sadi, mi vecino de enfrente, era una montaña de escombros. Entre los mármoles destrozados del porche distinguí el cadáver de Hassan. Me agarré al alféizar de la ventana, no podía mantenerme en pie por mi mismo. Ya nunca volveríamos a reír juntos, nunca mas volveríamos a jugar a ser príncipes de Persia. Una nueva preocupación surgió en mi interior; si los ángeles se habían llevado a Hassan también podrían llevarme a mi.
Miré hacia la puerta y vi a Papá. Sus ojos se cruzaron con los míos, y comprendió todo lo que pasaba en mi interior. Se sentó a mi lado y me abrazó; y por primera vez en mucho tiempo me sentí seguro entre los reconfortantes brazos de papá. Con lágrimas en los ojos le pregunté que por qué los ángeles se llevaban a la gente. Me contó una historia:
"Hace cientos de años, en la época en la que los grandes shas reinaban en Persia, un valiente guerrero se atrevió a enfrentarse a los enemigos que esclavizaban a su pueblo. Pero una vil traición acabó con la vida del guerrero, y los enemigos asolaron Persia. Cuando la muerte empezaba a parecer la solución para el decadente pueblo persa, aparecieron los ángeles de Alá. Aparecieron como una esperanza. Decían que venían a llevarse a la gente buena para vivir eternamente en el paraíso."
Papá calló. No pude evitar preguntarle si Mamá estaba en el paraíso. La cara de Papá cambió. Pareció viejo y cansado, y la pena inundó su rostro. Con una dureza inusitada me contestó que si, que un fatídico día los ángeles vinieron a llevársela. Yo no comprendía por qué Papá odiaba tanto a los ángeles; ellos eran buenos, llevaban a la gente al abrigo de la misericordia de Alá. Se lo iba a preguntar, pero su mirada me dijo que las preguntas habían acabado. Me besó en la frente y se fue. Me quedé solo con mis pensamientos, hasta que al final caí dormido de puro agotamiento.
Al día siguiente los ángeles volvieron con más insistencia; las sirenas no pararon de sonar en todo el día, y los ángeles se llevaron muchas almas piadosas con Alá.
Los víveres escaseaban en casa, por lo que Papá decidió aventurarse a salir en busca de alimento. Había salido por la mañana, y todavía no había regresado. El sol empezaba a desaparecer tras el minarete de la Mezquita del Viernes. Tuve miedo, y decidí salir a buscarlo. Crucé el vestíbulo. Agarré el pomo de la puerta, y me quedé así unos instantes. No me atrevía. Entonces me acordé de Papá y abrí la puerta. Era la primera vez en una semana que salía de casa. Todo había cambiado; el jardín, exuberante antaño, se había convertido en un árido desierto. Me atreví a bajar las escaleras del porche, y recorrí el camino que llevaba a la verja de entrada. Ésta yacía en el suelo. Un polvo asfixiante lo cubría todo. Miré a mi alrededor. Todo había cambiado. Las casas vecinas ya solo eran montones de escombros. Avance y me quedé inmóvil en mitad de la calle. Levanté los ojos al cielo; dominio de los ángeles. El ruido de una lejana sirena fue seguido de inmediato por otras. Los ángeles venían. Intenté correr, volver adentro con Papá; entonces me acordé de Papá. Todavía no había vuelto. Estaba tan asustado que no podía dejar de mirar al cielo. La sirenas callaron. Entonces los vi; venían por el norte, sobre el Palacio de los Abasíes. Debían de ser ellos, pero no eran como me los había imaginado; unos seres etéreos y gráciles que emanaban serenidad. Venían montados en unos horribles pájaros metálicos; el ruido era ensordecedor. Se acercaban, y cuando estuvieron sobre mí, levantando nubes de polvo a mi alrededor, los vi. Tenían la apariencia de los hombres. Pero no eran etéreos ni gráciles, nada más lejos de la realidad. Los atributos de la muerte se reflejaban en sus rostros. De repente sentí miedo; solo, entre nubes de polvo, triste alegoría de la inocencia. Uno de los ángeles me sonrió; yo me tranquilicé. En la barriga del pájaro se abrió una trampilla. Dejaron caer un objeto brillante en forma de botella. Me acordé de las historias de piratas que me leía Mamá. En ella siempre había una botella con un mensaje. Los ángeles me mandaban un mensaje. Los ángeles venían a llevarme con ellos. Pero todavía no había vuelto Papá. No lo vería más. Un ángel me susurro al oído que no me preocupara, que ya se habían llevado a mi Papá, y que pronto estaríamos juntos. El mensaje llegaba; abrí los brazos para recibirlo. Ruido. Polvo. Dolor. Oscuridad. Mamá. Papá.
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