miércoles, 30 de diciembre de 2009
El desierto rugía con la voz de mil titanes, orgullosos, enfurecidos. Ráfagas de arena luchaban por convertirse en su sudario. Tenía los labios agrietados, la garganta cerrada por la sed y el corazón acongojado por el incierto final de su larga travesía.
Volvió a consultar los mapas, las cartas náuticas, los legajos y mil papelorios que atiborraban su mochila. Nada. Solo vagas pistas y confusas alusiones, nada en claro, nada definitivo, nada de verdad. Se dejó llevar, sin pararse a pensar, dejando que sus pasos llevasen el control de su cuerpo, recorriendo un sendero invisible sobre el ardiente y silíceo mar. Cerró los ojos, cansado, derrotado, pero sobre todo, aterrado. Aterrado de que todo aquello con lo que siempre había soñado no fuesen más que leyendas para entretener a los sultanes en sus lujosos palacios de mil cúpulas.
Casi mil años desde que emprendió el viaje, o al menos así se lo parecía. Mil años de desengaños, de promesas rotas y camas vacías. Quizás ese fuese su último viaje, la última vez que se arriesgaba a buscar el sentido de todas las cosas. El viaje comenzó como algo automático, auspiciado por la revelación de los más profundos sueños. Los hados del sueño se le aparecieron como espectros, gráciles, volátiles y le hablaron sobre un lugar; recóndito escondrijo en las entrañas de la tierra, protegido por un ardiente desierto, donde encontraría aquello que su corazón mas anhelaba.
Abrió los ojos, instintivamente, y vio una entrada tallada en antigua roca volcánica. Con el corazón desbocado y una inusual sensación de vértigo en la boca del estómago bajó los gastados escalones. Un pétreo bosque de columnas sostenía un techo que se perdía entre las sombras. Avanzó entre las columnas con mil preguntas bulléndole en la cabeza. ¿Qué sería aquello qué mas anhelaba? ¿Qué escondería las entrañas de aquel desierto?
Del fondo provenía un resplandor dorado. Tras un arco, una estancia más pequeña le cerraba el paso. Cientos de bujías en platillos dorados la iluminaban. Olía a canela, a jazmín, a un atardecer sobre una alta colina. En un pequeño sitial, había sentada una anciana. Miles de arrugas surcaban su rostro como profundos surcos de los campos arados. Tenía unos profundos ojos oscuros que estaban clavados en él, sin sorpresa, como si llevase tiempo esperando su llegada.
-Soy la Diosa que todo lo Ve, más antigua que el mundo y más sabía que la misma Tierra, sé porqué estás aquí y que buscas, como también sé las respuestas a tus preguntas. ¿Y tú? ¿Sabes qué buscas realmente? Te concederé tres deseos, pero piénsalos con calma, porque los deseos son las más peligrosas pasiones que destila el corazón humano- su voz era como el murmullo de un tranquilo riachuelo sobre las milenarias piedras.
-Venerable Diosa, cuando era pequeño, mi madre me contaba una antigua historia venida de lejanas tierras; en los albores de la creación, los dioses, enfadados con los humanos, los separaron en dos, dividiendo el alma en dos partes que vagan por la tierra esperando encontrarse, dos mitades de un todo completo, perfecto. Mucho he viajado para encontrar la otra mitad de mi alma, tanto que ni yo recuerdo el inicio del fracasado viaje, pero nada hallé que merezca ser recordado. Vengo a pediros consejo humildemente.
-La otra mitad de tu alma te está buscando con el mismo empeño que la tuya. Pero ten cuidado, una vez unidas las dos partes del alma, para conservarlas juntas, necesitarás de mucha perseverancia. Un alma completa solo permanecerá unida si ambas partes cuidan de que eso sea posible.
-No me asusta el esfuerzo, ni los sacrificios, prometo hacer que el castigo de los dioses no sea válido, y que las palabras “para siempre” adquieran un significado pleno.
-Tienes tres deseos; cuando salgas de esta gruta no podrás volver a encontrarla jamás, y los deseos se habrán cumplido.
-El deseo más caro a mi corazón y quizás el más importante, es que la otra parte de mi alma nunca quiera separarse de mí, poder despertarme todas las mañanas y que se me escape una sonrisa tonta al ver que está ahí, como ayer, como estará mañana; la eternidad adquirirá algún significado, porque habrá algo que querré conservar por siempre. El segundo deseo, venerable diosa, es que yo esté a la altura de lo que la otra parte de mi alma espera de mi, que nunca quiera separarse y hacerme volver a vagar solo por la errante tierra. Y por último, mi tercer deseo es que la otra parte de mi alma me dé la mano para recorrer juntos nuestra vida terrenal, que no me la suelte nunca, que aunque pasen décadas, siga olvidándome de respirar cuando me dé un beso, me pierda en sus ojos y el Tiempo se pare, benevolente. Sé que pido más de lo que se pueda conceder venerable Diosa, pero no renuncio a encontrar a mi otra mitad, a formar un todo que le dé sentido a la búsqueda de aquello que le dará sentido a mi vida.
Me desperecé, sacudiéndome el sueño entre bostezos. Escuché con los ojos cerrados. La lluvia golpeando furiosa el cristal de la ventana, dos respiraciones que se acompasaban. Abrí los ojos y te vi. Mirándome divertido, sonriendo, recostado contra mi almohada. Me reí, primero con una tímida sonrisa y luego con sonoras carcajadas. Me miraste extrañado aunque sin dejar de sonreír con esa sonrisa que me hace perder el aliento.
-¿Qué es eso tan gracioso? ¿Soñabas qué me caía por la ventana?
-No idiota: el poder de la Diosa es mayor del que pensaba, se cumplieron mis tres deseos- te contesté con la voz entrecortada.
No intentaste buscarle lógica a mi chifladura, solo sonreíste de nuevo, te acercaste y me besaste. Me besaste, me besaste, siempre.
Primera parde de ti.
lunes, 30 de noviembre de 2009
Montaña rusa. Altibajos. Paseos escuchando el susurro del viento sobre las hojas.
Todo es una maniática espiral de sinsentidos. Tu vida es cíclica, los mismos errores, los mismos sueños, la misma gente con distintas caras. Llega el frío, llenando de escarcha los aleros, empañando los cristales y sacando carámbanos de las augustas narices.
Frío. No sé si es que hace frío o soy yo, que tengo los huesos helados, la carne amortajada en vida y la mente embotada. El frío de un viejo bote perdido en las gélidas aguas de un mar del que no se atisba el final.
sábado, 13 de junio de 2009
Supervivencia
Hay veces que tenemos esa sensación mística. Hay películas, canciones, paisajes e incluso palabras que nos hacen atisbar la verdad. El velo que oculta el mundo a nuestros ojos se entorna con infinita delicadeza, con el susurro de las hebras de seda tejidas en el lejano oriente. Podemos intuir lo que no vemos.
Nos pintamos el rostro para ocultar nuestro rostro. Miles de años de historias nos han hecho descubrir América, inventar una bombilla, poner el pie en la airada Luna. Pero nosotros no hemos cambiado. No hay mucho que nos separe de nuestros antepasados. Somos como los antiguos egipcios abriendo las puertas de los santuarios a la gracia de los dioses; como los orgullosos romanos con sus mármoles inmortales; como las tristes doncellas de ojos almendrados que pululaban en los harenes de los grandes sultanes. Seguimos sintiendo, buscando aquello que aprendimos a llamar felicidad. Seguimos amando, tanto como para poner en peligro nuestro mundo por una griega de áureos cabellos.
Creemos en la evolución, en el perfeccionamiento de las sociedades, de la ciencia, del pensamiento. Sin embargo, con una pasmosa hipocresía, seguimos escondiendo bajo máscaras venecianas nuestros vidas, ocultando bajo artificiosos disfraces lo que de verdad anhelamos. Seguimos interpretando con fastuosa elegancia el papel que la vida nos otorga, porque a fin de cuentas, es eso lo que el Destino espera de nosotros.
Pero el velo se abre, embargándonos con esa vaga sensación de que no somos nadie, que no poseemos las riendas de nuestro Destino; trayéndonos un soplo de eso llamado magia. No la que se "oculta" en las bolas de cristal, las líneas de la mano o una simple baraja de cartas. Magia. Aquello que se oculta tras el velo. Pálido reflejo en el cristal de la magia que los hombres tenemos el don de crear. Amistad, con la caricia del césped y el arruyo del viento. Amor, con los ojos chispeantes y el corazón desbocado. Sueños, alimentados por el espíritu de superación y la esperanza. Todos los buenos sentimientos y sensaciones que embargan nuestra existencia. Sin embargo, en este maquiavélico sistema, también disfrutamos enormemente con el mal. Todo se trata de un frágil equilibrio entre lo bueno y lo malo.
Hay etapas en las que nos importa menos que una mierda ese equilibrio, que nos sentimos traicionados, hundidos, engañados, manipulados. Tarde o temprano eso pasa, dando paso a la melancolía, a la indiferencia. Entonces cruzas el velo, y te deja de importar todo lo que dejaste a tus espaldas, al otro lado. Dejas la máscara en el umbral, y te alimentas de esa sensación mística, buscándola a todas horas. Porque a fin de cuentas, ¿a qué otra cosa podrías agarrarte para seguir sobreviviendo?
jueves, 16 de abril de 2009
:)
El sol que entraba con timidez por la ventana abierta y el bullicio oriental procedente de la calle la despertaron. Perezosamente, sin ganas, Mariam se desprendió de las últimas cuerdas que la ataban al sueño.
Se quedó tumbada en la cama, silenciosa, sonriente. Disfrutando de los últimos instantes de intimidad e ilusoria libertad antes de tener que volver a la dura rutina. Un murmullo de conversaciones ascendía desde la calle, acunándole entre las sábanas con el rápido fluir de la lengua árabe. El olor de las especias y de la comida cocinadas al aire libre le dio la bienvenida a un nuevo día.
Aunque era lo que menos le apetecía en el mundo, Mariam tenía que levantarse de la cama. Era tarde, su madre ya debería haber encendido el horno y estaría preparando el aromático té con el que desayunaban sus hermanos y su padre. Y ella debía ayudarla. Al fin y al cabo, pensó con una profunda amargura, era todo lo que se esperaba de ella. Aprender todo lo necesario para hacer feliz a un hombre; las tareas de la casa, saber cocinar, regatear bien la compra en el mercado, ser una buena esposa, dócil y obediente. Pero nada más.
Cuando Mariam cumplió los seis años, su madre se empeñó en que acudiera a la escuela con las demás niñas. Le costó mucho convencer a papá, pero finalmente accedió. Mariam iba acompañada por su madre a la escuela dos veces por semana. Aprendió a leer y a escribir. Su primera profesora era una mujer autoritaria, una buena musulmana que se alzaba en guardiana y depositaria de las tradiciones y las costumbres. Se alzaba tras su pupitre como envuelta en sus negras vestiduras, atenta, preparada para castigar a las rebeldes. Mariam no podía evitar que un escalofrío le recorriese la columna cuando la evocaba.
Un día llegó a clase, resignada, arrastrando los pies, preparada para aguantar el infierno sin proferir ni un suspiro, esperando que la mirase con ojos acusadores. Pero no estaba. En su lugar, tras el escritorio, había una profesora mucho mas joven. Tenía los brazos abiertos en señal de bienvenida y una enorme sonrisa en los labios. Mariam encontró un vínculo, una conexión que hacía su relación diferente, especial. Juntas cargaban la responsabilidad y excitación de un secreto, Cuando Mariam salía de las clases dos veces a la semana, ocultaba bajo su amplio hiyab los libros que la profesora le prestaba a hurtadillas. Era la única forma de introducirlos en la casa. Papa habría montado en cólera si lo hubiese sabido. Leer no era para las mujeres, leer no era incluso para los hombres. Excepto aquellos libros piadosos a los ojos de Alá.
Esperaba con una impaciencia casi dolorosa la llegada de la noche. La única ventaja de haber nacido mujer, es que dormía en una habitación sola. Eso le concedía la ventaja de poder disfrutar de un poco de intimidad. Se escondía bajo las mantas, apenas alumbrada por la luz que escapaba del pañuelo que cubría la lampara y de los rayos de luna que se colaban por la ventana.
Bajo las sábanas, Mariam descubrió la maravillosa magia que encierran los libros. Descubrió que podía sumergirse con facilidad en las hojas amarillentas inundada de caligrafía cúfica. Podía trasladarse desde el palacio del Agá de Basora hasta la cueva del imponente Rey de los Ladrones con sólo pasar de página. La luna hacía su recorrido por el cielo a una velocidad alarmante. Las horas se convertían en minutos cuando abría alguna de las obras de arte de la literatura oriental. Muchas veces la sorprendía el muecín de la mezquita llamando a la primera oración. Se levantaba ojerosa y cansada, pero feliz.
Las historias guardadas celosamente en miles de páginas le enseñaron a Mariam el mundo. Le enseñaron cosas que nunca habría podido aprender entre los cacharros de la cocina.
Consiguió salir de la cama, trastabillando del sueño. Tras vestirse, hacer la oración y esconder el libro bajo una tabla suelta del armario, inspiró hondo y se dispuso a empezar la rutina. Se alisó bien la kandora antes de abrir la puerta, notando con confusión los cambios que se producían en su cuerpo, dejando atrás la infancia.
-Salaam aleikum mamá, parece que hoy hará un buen día Imsalah - saludó con quizás demasiada efusividad
-Baba quiere hablar contigo Mariam, apresúrate en preparar el desayuno- contestó sin apartar la vista del gran cuenco de guisantes que estaba desgranando. Su voz sonaba monótona, apagada, sin vida.
Se apresuro a preparar el desayuno. Lo llevó cabizbaja hasta la alfombra del salón donde ya estaban sentado todos. Depositó los platos con cuidado, lentamente, esperando angustiada escuchar qué había hecho mal.
-Mi pequeña Mariam jan, cuánto has crecido. Mírate, hace apenas unos pocos años eras una niña que correteaba entre los melocotoneros del jardín. Te has convertido en toda una mujer, muy guapa, como una princesa. Hemos estado hablando,y creemos que ha llegado el momento de que te cases con un buen marido. Tu madre ha llegado a un acuerdo con la Hadiya, la madre Hassan. Os casaréis dentro de un mes, está todo dispuesto.
Un terrible escalofrío recorrió el cuerpo de Mariam. Temblorosa, jadeante, sin levantar la vista del suelo, abandonó la habitación con aire respetuoso. Casi a ciegas, con los ojos inundados en lágrimas, consiguió llegar hasta su habitación. Se apoyó contra la pared, resbalando lentamente hasta terminar sentada, inerte.
Se suponía que Mariam debería estar feliz. Toda niña sueña siempre con el día de su boda. ¿Entonces, dónde estaba el problema? Hassan, tenía 39 años. Mariam lo había visto muy pocas veces. Se habían cruzado mientras ella iba a la escuela, pero no le gustaba. Le asustaba la cara que ponía cuando la veía pasar. Lascivo, arrogante, en un vano intento de aparentar una edad que estaba lejos de tener. Ella siempre pensó en el día de su boda. Ella vestiría un bonito vestido verde, y caminaría orgullosa entre las filas de invitados. El perfume de los lirios lo inundaría todo. Al fondo, aguardándola entre fugaces sonrisas estaría él. El personaje sin rostro, el príncipe salido de los cuentos que declamaba Sherezade. Pero no Hassan, él no. Se hizo un ovillo, sujetándose las piernas con las manos en un vano intento de mantener entero su cuerpo.
Sabía lo que esa boda significaba. Sería la esclava de Hassan de por vida. Pero no había nada que pudiera hacer. Era su destino, su triste destino. Había sido educada para que en su mente no se concibiese quejarse, había sido educada para no desobedecer.
Los días pasaban inexorables, frenéticos, ajetreados entre preparativos. Y llegó, como el culmen de una tormenta que cambiará para siempre la forma de las dunas.
Temblaba de miedo, de rabia, de impotencia bajo el vestido verde primorosamente bordado. Los invitados formaban un largo pasillo. Mariam lo recorrió con pasos vacilantes, sintiendo que dejaba al principio un cofre cerrado con siete llaves. El cofre donde guardaba sus ilusiones y sus sueños. Al fondo él, con una sonrisa en los labios. Pero no era la sonrisa del príncipe de las Mil y Una Noches. La sonrisa de Hassan dejaba entrever la lascivia que guardaba su negra alma, como la ávida sonrisa de una hiena a la vista de una suculenta presa. Mariam dejó volar su imaginación cuando empezó la ceremonia, recorrió los antiguos palacios encantados donde los sultanes danzaban con las bellas huríes. Soñó con alfombras que vuelan, con tumbas en el desierto que guardan incalculables tesoros. Soñó con finales felices tras las puertas talladas de una antigua alcoba.
El primer recuerdo de su nueva vida, es la cara de Hassan reflejada en el espejo de plata que ambos sostienes, según la milenaria tradición árabe, para que su reflejo atraiga la buena suerte. Allí, bajo el manto verde con el que el mulhab los ha cubierto, se da cuenta de que solamente una cosa hará su vida medianamente soportable. Las mágicas historias atrapadas eternamente entre las páginas de los libros. Ya no tendrá que ocultarse bajo las sábanas para leer, pero echará de menos el sobresalto del amanecer mientras devora enfebrecidamente una palabra tras otra. Sonríe tristemente, con una infinita melancolía. Y suspira, recordando una antigua leyenda, en la que los suspiros son los lamentos del alma por el infortunio de un aciago destino.
Se quedó tumbada en la cama, silenciosa, sonriente. Disfrutando de los últimos instantes de intimidad e ilusoria libertad antes de tener que volver a la dura rutina. Un murmullo de conversaciones ascendía desde la calle, acunándole entre las sábanas con el rápido fluir de la lengua árabe. El olor de las especias y de la comida cocinadas al aire libre le dio la bienvenida a un nuevo día.
Aunque era lo que menos le apetecía en el mundo, Mariam tenía que levantarse de la cama. Era tarde, su madre ya debería haber encendido el horno y estaría preparando el aromático té con el que desayunaban sus hermanos y su padre. Y ella debía ayudarla. Al fin y al cabo, pensó con una profunda amargura, era todo lo que se esperaba de ella. Aprender todo lo necesario para hacer feliz a un hombre; las tareas de la casa, saber cocinar, regatear bien la compra en el mercado, ser una buena esposa, dócil y obediente. Pero nada más.
Cuando Mariam cumplió los seis años, su madre se empeñó en que acudiera a la escuela con las demás niñas. Le costó mucho convencer a papá, pero finalmente accedió. Mariam iba acompañada por su madre a la escuela dos veces por semana. Aprendió a leer y a escribir. Su primera profesora era una mujer autoritaria, una buena musulmana que se alzaba en guardiana y depositaria de las tradiciones y las costumbres. Se alzaba tras su pupitre como envuelta en sus negras vestiduras, atenta, preparada para castigar a las rebeldes. Mariam no podía evitar que un escalofrío le recorriese la columna cuando la evocaba.
Un día llegó a clase, resignada, arrastrando los pies, preparada para aguantar el infierno sin proferir ni un suspiro, esperando que la mirase con ojos acusadores. Pero no estaba. En su lugar, tras el escritorio, había una profesora mucho mas joven. Tenía los brazos abiertos en señal de bienvenida y una enorme sonrisa en los labios. Mariam encontró un vínculo, una conexión que hacía su relación diferente, especial. Juntas cargaban la responsabilidad y excitación de un secreto, Cuando Mariam salía de las clases dos veces a la semana, ocultaba bajo su amplio hiyab los libros que la profesora le prestaba a hurtadillas. Era la única forma de introducirlos en la casa. Papa habría montado en cólera si lo hubiese sabido. Leer no era para las mujeres, leer no era incluso para los hombres. Excepto aquellos libros piadosos a los ojos de Alá.
Esperaba con una impaciencia casi dolorosa la llegada de la noche. La única ventaja de haber nacido mujer, es que dormía en una habitación sola. Eso le concedía la ventaja de poder disfrutar de un poco de intimidad. Se escondía bajo las mantas, apenas alumbrada por la luz que escapaba del pañuelo que cubría la lampara y de los rayos de luna que se colaban por la ventana.
Bajo las sábanas, Mariam descubrió la maravillosa magia que encierran los libros. Descubrió que podía sumergirse con facilidad en las hojas amarillentas inundada de caligrafía cúfica. Podía trasladarse desde el palacio del Agá de Basora hasta la cueva del imponente Rey de los Ladrones con sólo pasar de página. La luna hacía su recorrido por el cielo a una velocidad alarmante. Las horas se convertían en minutos cuando abría alguna de las obras de arte de la literatura oriental. Muchas veces la sorprendía el muecín de la mezquita llamando a la primera oración. Se levantaba ojerosa y cansada, pero feliz.
Las historias guardadas celosamente en miles de páginas le enseñaron a Mariam el mundo. Le enseñaron cosas que nunca habría podido aprender entre los cacharros de la cocina.
Consiguió salir de la cama, trastabillando del sueño. Tras vestirse, hacer la oración y esconder el libro bajo una tabla suelta del armario, inspiró hondo y se dispuso a empezar la rutina. Se alisó bien la kandora antes de abrir la puerta, notando con confusión los cambios que se producían en su cuerpo, dejando atrás la infancia.
-Salaam aleikum mamá, parece que hoy hará un buen día Imsalah - saludó con quizás demasiada efusividad
-Baba quiere hablar contigo Mariam, apresúrate en preparar el desayuno- contestó sin apartar la vista del gran cuenco de guisantes que estaba desgranando. Su voz sonaba monótona, apagada, sin vida.
Se apresuro a preparar el desayuno. Lo llevó cabizbaja hasta la alfombra del salón donde ya estaban sentado todos. Depositó los platos con cuidado, lentamente, esperando angustiada escuchar qué había hecho mal.
-Mi pequeña Mariam jan, cuánto has crecido. Mírate, hace apenas unos pocos años eras una niña que correteaba entre los melocotoneros del jardín. Te has convertido en toda una mujer, muy guapa, como una princesa. Hemos estado hablando,y creemos que ha llegado el momento de que te cases con un buen marido. Tu madre ha llegado a un acuerdo con la Hadiya, la madre Hassan. Os casaréis dentro de un mes, está todo dispuesto.
Un terrible escalofrío recorrió el cuerpo de Mariam. Temblorosa, jadeante, sin levantar la vista del suelo, abandonó la habitación con aire respetuoso. Casi a ciegas, con los ojos inundados en lágrimas, consiguió llegar hasta su habitación. Se apoyó contra la pared, resbalando lentamente hasta terminar sentada, inerte.
Se suponía que Mariam debería estar feliz. Toda niña sueña siempre con el día de su boda. ¿Entonces, dónde estaba el problema? Hassan, tenía 39 años. Mariam lo había visto muy pocas veces. Se habían cruzado mientras ella iba a la escuela, pero no le gustaba. Le asustaba la cara que ponía cuando la veía pasar. Lascivo, arrogante, en un vano intento de aparentar una edad que estaba lejos de tener. Ella siempre pensó en el día de su boda. Ella vestiría un bonito vestido verde, y caminaría orgullosa entre las filas de invitados. El perfume de los lirios lo inundaría todo. Al fondo, aguardándola entre fugaces sonrisas estaría él. El personaje sin rostro, el príncipe salido de los cuentos que declamaba Sherezade. Pero no Hassan, él no. Se hizo un ovillo, sujetándose las piernas con las manos en un vano intento de mantener entero su cuerpo.
Sabía lo que esa boda significaba. Sería la esclava de Hassan de por vida. Pero no había nada que pudiera hacer. Era su destino, su triste destino. Había sido educada para que en su mente no se concibiese quejarse, había sido educada para no desobedecer.
Los días pasaban inexorables, frenéticos, ajetreados entre preparativos. Y llegó, como el culmen de una tormenta que cambiará para siempre la forma de las dunas.
Temblaba de miedo, de rabia, de impotencia bajo el vestido verde primorosamente bordado. Los invitados formaban un largo pasillo. Mariam lo recorrió con pasos vacilantes, sintiendo que dejaba al principio un cofre cerrado con siete llaves. El cofre donde guardaba sus ilusiones y sus sueños. Al fondo él, con una sonrisa en los labios. Pero no era la sonrisa del príncipe de las Mil y Una Noches. La sonrisa de Hassan dejaba entrever la lascivia que guardaba su negra alma, como la ávida sonrisa de una hiena a la vista de una suculenta presa. Mariam dejó volar su imaginación cuando empezó la ceremonia, recorrió los antiguos palacios encantados donde los sultanes danzaban con las bellas huríes. Soñó con alfombras que vuelan, con tumbas en el desierto que guardan incalculables tesoros. Soñó con finales felices tras las puertas talladas de una antigua alcoba.
El primer recuerdo de su nueva vida, es la cara de Hassan reflejada en el espejo de plata que ambos sostienes, según la milenaria tradición árabe, para que su reflejo atraiga la buena suerte. Allí, bajo el manto verde con el que el mulhab los ha cubierto, se da cuenta de que solamente una cosa hará su vida medianamente soportable. Las mágicas historias atrapadas eternamente entre las páginas de los libros. Ya no tendrá que ocultarse bajo las sábanas para leer, pero echará de menos el sobresalto del amanecer mientras devora enfebrecidamente una palabra tras otra. Sonríe tristemente, con una infinita melancolía. Y suspira, recordando una antigua leyenda, en la que los suspiros son los lamentos del alma por el infortunio de un aciago destino.
domingo, 25 de enero de 2009
Risas. Cantarinas cascadas de risas que corren por sus bocas.
-¿A dónde me llevas?-su voz estaba entrecortada por el esfuerzo y tenía el pelo alborotado en sinuosas formas,enmarcándole el rostro.
-Te llevaré al sitio mas alto. Al sitio donde se junta el Cielo y la Tierra.- su voz era soñadora. Sus ojos tenían ese brillo de eternidad que se alcanza en los besos.
Miradas. Mas cascadas. Mejillas teñidas por el rubor. Corazones que aceleran su ritmo para latir al mismo tiempo. Juntos. Sincronizados. Mas sonrisas. Te quieros ocultos tras sus ojos.
-Deja de quedarte conmigo idiota, ese lugar no existe - lo empuja cariñosamente. Apenas una disimulada escusa para sentir la quemazón de su oscura piel. Quiere abrazarlo. Hundir la cabeza en su cuello y quedarse ahí para siempre. Aspirando el ambarino perfume de su piel.
-Existirá sólo si tú quieres que exista, es muy fácil. ¿Sabes sonreír?
-Pues claro. ¿Cómo no iba a saber sonreír? A veces pienso que estás totalmente loco. Pensándolo bien...Quizás seas un desequilibrado mental del que deba huir- su cara es terriblemente seria. Pero no sabe que sus ojos no son capaces de mentir. Él lo sabe. Ella también.
-Tienes toda la razón. Estoy loco. Así que deberías huir antes de que se te contagie.
- Creo que podré correr el riesgo
Mas risas. Mas miradas. Se paran. Tienen miedo. De romper la magia.
-¿Sabes?Sonreír no es enseñar la mayor cantidad de dientes posibles. Sonreír es que tus ojos brillen con esa luz capaz de eclipsar al Sol.
Suben los escalones. Entre risas,jadeos,bromas,empujones. ¿Cuántos escalones habrá? Parecen interminables...
-Bienvenida a la cima del mundo pequeña...
lunes, 19 de enero de 2009
Confusión, tristeza y finalmente, indiferencia.
En un último intento vuelves la vista atrás, y cientos de recuerdos te asaltan en oleadas cada vez mas violentas. Intentas esbozar una triste sonrisa,apenas una ligera elevación de la comisura de los labios. Recuerdos. Siempre vuelven aunque los guardes en un cofre bajo siete llaves. Intentos, decenas de ellos. Amor. Dejas de utilizar esa palabra,la mandas al exilio y al ostracismo para lo que esperas que sea siempre. Lo malo de sentirte alguna vez "a tres metros sobre el cielo" es que según esa mierda de ley de la gravedad, si algo sube, tiene que bajar. Y terminas a tres kilómetros bajo tierra, mirando la cerúlea osamenta de los mamuts petrificados, esperando a convertirte en uno mas de su siniestra manada.
Poco a poco te vas dando cuenta de que va todo, el porqué de tantas rupturas y nuevos intentos. No podemos pasar mucho tiempo sin la sensación de vértigo en la boca del estómago,pero somos tan altamente volubles,que terminamos cansándonos de la monotonía. Y ahí radica la mayor regla de esta mierda de juego, sólo se trata de sobrevivir. De probar cuánto más podrás aguantar.
sábado, 10 de enero de 2009
El puzzle está sobre la mesa.Lo ves.Con las fichas boca arriba,llenas de eslabones que encajan esntre sí.El puzzle está completo, entero, pero...Quizás no esté entero...Sobra una pieza,sobras tú.Intentas encajar esa pieza en cualquier hueco.No cabe,sus eslabones son diferentes.Lo único que puedes hacer es ponerla encima para que a simple vista aprezca integrada en el todo,en el conjunto.Pero basta una simple brisa o un ligero temblor para que la ficha se mueva y vuelva a ser eso,una ficha que sobra.Te preguntas de que sirven las sonrisas,las conveniencias,el ir perdiendo el culo por los amigos,la ropa,el pelo,el tener que ir siempre perfecto ¿que mas da? Sólo eres una pieza que siempre será diferente.Le echabas la culpa al resto de las piezas.Pero no.Tú eres la pieza que no encaja, esa que cuando está el puzzle completo se arroja al fondo de un cajón,entre los clips,las postales de aquel viaje y los rotuladores gastados.En el fondo del cajón empuñas la soledad intentando sentir rabia,odio,ira.Pero no.Solo sientes esa profunda tristeza,esa infinita melancolia que te hiela el alma...
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